Comencé a leer esta voluminosa novela en julio pasado, pero la dejé. Me angustiaba . Como el libro no era mío, pensé devolverlo. Pero iba demorando su devolución, e interiormente juzgaba la conveniencia de reanudar su lectura hasta el final. En octubre, decidí continuar. A pesar de su extensión, la avidez con la que consumí sus páginas, hizo que la terminase en poco tiempo.
Antes dije que me angustiaba, me refería a las vilezas y miserias, materiales y morales, que rodean a los principales personajes de la obra, que producen al mismo tiempo congoja y conmiseración. De las cuales son digno ejemplo las referidas a Sonia y su familia: un padre alcohólico que, arrastrado por este vicio, se ve hundido en abyecta condición, objeto de burlas y desprecios de sus conocidos y vecinos; que son asumidos por él resignadamente dado que tiene conciencia de los perjuicios que su vicio le reporta y en mayor grado a su familia. La cual está sumida en la precariedad más estricta, hambrienta y enferma, asolados todos sus miembros por las ansias y miedos por las peleas entre el pobre borracho y su desesperada mujer. Quien, de este modo, pretende concienciar en su marido un cambio de conducta, que, sin embargo, sólo logra empeorar la situación hasta hacer intolerable la coexistencia entre todos ellos e induce a la hija a la prostitución para amortiguar, que no evitar, la trájica situación familiar. En fin ¡una patética estampa!
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